MÓDULO 10
Hace algunos años, asistí a la grabación de un documental en la antigua cárcel de Oviedo. Era un espacio inhóspito, sórdido, lóbrego. Aunque hacía tiempo que los presos habían sido trasladados a otro lugar, estar en aquel lugar causaba cierta inquietud. No era un espacio acogedor, sino todo lo contrario. Las celdas, con los colchones destripados y repletas de desperdicios, no estaban cerradas. Tampoco las rejas, oxidadas, de puertas y ventanas. Pero uno sabía que en aquel lugar había estado encerrada mucha gente –en no pocos casos, de manera injusta–, se había torturado, y matado. Apetecía salir pitando.
Esta semana he estado en Villabona. Inquieta, en efecto, ver cómo las rejas van cerrándose conforme te internas en el recinto penitenciario, y advertir que estás sometido a vigilancia constante y que, cuando una puerta se cierra a tus espaldas, otra se abre ante ti porque alguien –como el Big Brother orwelliano– sabe cuál es el lugar exacto en el que estás, y hacia donde te dirijes. Sin embargo, no es una cárcel lóbrega, ni sórdida. Por paradójico que parezca, en la Unidad Terapéutica y Educativa parecía respirarse cierto aire de libertad –a lo mejor es porque sabía que sólo íba a estar en el recinto pentenciario unas pocas horas– y en el módulo de mujeres creí advertir cierta alegría de vivir –otra paradoja, o acaso simple error de perspectiva por mi parte– en muchas de las reclusas que participan con evidente entusiasmo en el Taller de Cine que dirigen Ángeles Muñiz y Teresa Marcos.
No se si hay vida en otros planetas. Pero sé con certeza que tras los muros de la cárcel, aunque esas mujeres hayan sido despojadas de su libertad, sí.
Francisco G. Orejas
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